lunes, 25 de febrero de 2013

Infancia compartida.


                                                 


 Era de madrugada cuando desperté. Al abrir los ojos me di cuenta  que ya estaba en el mundo real y todo lo que había vivido era solo un sueño. Era tan real, tan innegable que mi cuerpo todavía vibraba y se estremecía. 
     -Papá –llévame a ver al niño de la espina –me dijo mi hija.

     Le decían “El jardín del príncipe”. Era inmenso, majestuoso, ostentoso. Se había construido en el siglo XVIII para el disfrute de los reyes.                       

      El palacio se divisaba desde lejos. Sus cúpulas, coronadas por dos grandes cruces apuntaban hacia el cielo agradeciendo el concierto que Joaquín Rodrigo le dedicó a la Villa. Pero lo que me hacía enmudecer era su gran jardín. Un laberinto se setos, olmos, plátanos de paseo, acequias y parterres, que hacían del sitio un paraíso, donde el ruido, la polución y el capitalismo, no tenían lugar. Cuando me adentraba en sus caminos, en sus senderos, sentía una paz grata, tranquila que inundaba mi alma. Veía a las parejas de enamorados, cogidos de las manos y deslizando los pies por esa alfombra de hojas que en otoño nunca paraban de recoger los jardineros, y que crujían al paso de los viandantes. Los deportistas, iban y venían en carreras agitadas, disfrutando del oxigeno que no encontraban en el pueblo. Los mayores, con sus bastones y la prensa del día, caminaban lentamente, sin prisas, ya que a su edad no quieren tenerla y disfrutan de una buena charla con el vecino de toda la vida.
      Las estatuas se podían encontrar por todas partes y en cualquier cruce de caminos o al final de un trecho encontrabas alguna de un gran ciervo o un Apolo melancólico.
     Me acordaba como si fuera ayer, cuando, cogido de la mano, me llevaba por esos senderos, me contaba historias de reyes y princesas, mirábamos el río que pasaba manso y acariciaba la fosa del palacio.
      -Seguimos por aquí y enseguida llegamos –le dije. Y veía como su cara se llenaba de felicidad, anhelando la llegada al rectángulo donde mayestática y aterida de frío la talla reposaba sobre el estanque de calmadas aguas. Franqueada por dos grandes setos en forma de arco, que a su vez hacían de marco natural y graciosamente adornados por flores de múltiples colores, aparecía la estatua que tantas veces invadían mis sueños. Se trataba de un niño desnudo, con el pelo rizado, sentado en una especie de pedestal. La pierna izquierda, la tenia cruzada sobre la de la derecha y examinaba la planta del pie, en busca de alguna espina que, quizás jugando, se había clavado y trataba de encontrarla para poder extraerla y una vez libre de la astilla, poder lavar la herida con agua fresca del algún arrollo que con su lengua, acariciara la zona irritada y aliviara su dolor.                                               

     -¿Por qué te gusta tanto esta fuente papá? La miré a los ojos. Y esa mirada infantil e inocente que hacía que mis sentidos se nublaran, volvieron a abrir el sendero del recuerdo. Ese recuerdo de antaño, que jamás podemos olvidar, pues se produce en nuestra infancia y quedan reflejados como un suspiro, como una exhalación en nuestra mente y aparecen involuntarios y fugaces en nuestra vida.

 -Era la fuente preferida del abuelo –le dije.

    Se quedó pensativa, buscando el eslabón que su pequeña conciencia no podía asimilar. Salió corriendo buscando unos pajarillos que se repartían unas migas de pan, mientras yo, observando al niño de la espina, rememoraba mis viejos recuerdos.


     

                                                                     J.c Llamas

Infancia compartida.

                                                    

                                                    

        Era de madrugada cuando desperté. Al abrir los ojos me di cuenta  que ya estaba en el mundo real y todo lo que había vivido era solo un sueño. Era tan real, tan innegable que mi cuerpo todavía vibraba y se estremecía. 
       -Papá –llévame a ver al niño de la espina –me dijo mi hija.
Le decían “El jardín del príncipe”. Era inmenso, majestuoso, ostentoso. Se había construido en el siglo XVIII para el disfrute de los reyes.
     El palacio se divisaba desde lejos. Sus cúpulas, coronadas por dos grandes cruces apuntaban hacia el cielo agradeciendo el concierto que Joaquín Rodrigo le dedicó a la Villa. Pero lo que me hacía enmudecer era su gran jardín. Un laberinto se setos, olmos, plátanos de paseo, acequias y parterres, que hacían del sitio un paraíso, donde el ruido, la polución y el capitalismo, no tenían lugar. Cuando me adentraba en sus caminos, en sus senderos, sentía una paz grata, tranquila que inundaba mi alma. Veía a las parejas de enamorados, cogidos de las manos y deslizando los pies por esa alfombra de hojas que en otoño nunca paraban de recoger los jardineros, y que crujían al paso de los viandantes. Los deportistas, iban y venían en carreras agitadas, disfrutando del oxigeno que no encontraban en el pueblo. Los mayores, con sus bastones y la prensa del día, caminaban lentamente, sin prisas, ya que a su edad no quieren tenerla y disfrutan de una buena charla con el vecino de toda la vida.
     Las estatuas se podían encontrar por todas partes y en cualquier cruce de caminos o al final de un trecho encontrabas alguna de un gran ciervo o un Apolo melancólico.
    Me acordaba como si fuera ayer, cuando, cogido de la mano, me llevaba por esos senderos, me contaba historias de reyes y princesas, mirábamos el río que pasaba manso y acariciaba la fosa del palacio.
    -Seguimos por aquí y enseguida llegamos –le dije. Y veía como su cara se llenaba de felicidad, anhelando la llegada al rectángulo donde mayestática y aterida de frío la talla reposaba sobre el estanque de calmadas aguas.Franqueada por dos grandes setos en forma de arco, que a su vez                                                                          hacían de marco natural y graciosamente adornados por flores de múltiples colores, aparecía la estatua que tantas veces invadían mis sueños. Se trataba de un niño desnudo, con el pelo rizado, sentado en una especie de pedestal. La pierna izquierda, la tenia cruzada sobre la de la derecha y examinaba la planta del pie, en busca de alguna espina que, quizás jugando, se había clavado y trataba de encontrarla para poder extraerla y una vez libre de la astilla, poder lavar la herida con agua fresca del algún arrollo que con su lengua, acariciara la zona irritada y aliviara su dolor.
   -¿Por qué te gusta tanto esta fuente papá? 
   La miré a los ojos. Y esa mirada infantil e inocente que hacía que mis sentidos se nublaran, volvieron a abrir el sendero del recuerdo. Ese recuerdo de antaño, que jamás podemos olvidar, pues se produce en nuestra infancia y quedan reflejados como un suspiro, como una exhalación en nuestra mente y aparecen involuntarios y fugaces en nuestra vida.
      -Era la fuente preferida del abuelo –le dije.
Se quedó pensativa, buscando el eslabón que su pequeña conciencia no podía asimilar. Salió corriendo buscando unos pajarillos que se repartían unas migas de pan, mientras yo, observando al niño de la espina, rememoraba mis viejos recuerdos.



                                                                                   Jc. Llamas




jueves, 7 de febrero de 2013

Soledad

                                           
        Se sentía solo. Pero la soledad era parte de su vida. Una vida oscura, llena de interrogantes, de dudas. Le faltaba algo con que llenarla pero no sabía cómo hacerlo. Siempre fue un niño poco hablador, introvertido. Jugaba con los otros niños, siempre era el último en todo, pero no le importaba. Él miraba y observaba a todos los demás e intentaba comprender la conducta de aquellos niños que gritaban, se peleaban e intentaban ser los lideres en el patio del colegio. Ahora se acordaba, solo, en la casa de comidas donde a diario iba a comer. Era un sitio grande, con muchas mesas cuadradas y cuatro sillas alrededor. Cerca del restaurante había un hospital y una universidad, lo que hacía que el local estuviese muy transcurrido en las horas de las comidas. En él se podían encontrar toda una gran variedad de variopintos personajes; estudiantes solos que mientras esperaban el menú repasaban los apuntes que guardaban en unas carpetas ya abiertas y desgastadas por el uso diario. También había grupos de chicos que quedaban para comer y desahogarse un poco entre clase y clase. Solía haber familias que venían al hospital desde los pueblos de la periferia y dada la hora que era, antes de regresar a casa comían en un sitio barato y rápido. Pero donde sobresalían los sentimientos más profundos, donde se reconocía con ellos como si fueran almas gemelas, era con los solitarios. Gente mayor, jubilados, casi todos viudos o viudas, que con su paga que merecidamente el estado les daba al retirarse se podían permitir comer a diario en este sitio. Personas que le gustaba la rutina, siempre lo mismo e iban a la misma hora, se sentaban en el mismo sitio y comían el mismo menú todos los días. Los observaba tímidamente, casi sin querer y estudiaba sus reacciones que eran siempre similares, día tras día. Los había habladores y graciosos, contando a los camareros las mismas gracias a diario, y estos se reían agradablemente sabiendo que ese momento de humor les haría bien por el resto del día. Luego estaban los callados, con la mirada baja, que solo saludaban al entrar y se acomodaban en su sitio. Observándolos, sacaba en conclusión que en una hora que duraba el almuerzo, aquellos viejos que apuraban su vida entre recuerdos y sopa de pescado se sentían cercanos a alguien, escuchados, con vida. Una vida que les parece eterna pues ya quedan muy lejanos los tiempos de la niñez jugando en el patio del colegio. Se miró las manos, arrugadas, temblorosas, frágiles y torpes y se dio cuenta que al observar aquellas vidas, estudiándolas al detalle, reflejaron la suya, también melancólica, esperando una vejez triste. La dudas le volvieron a la mente y ese vacío que sentía, encontró una puerta, una salida, una escapatoria que resolviera esa incertidumbre que le ahogaba y le dejaba sin aliento. Esa tarde salió a la calle, buscó una librería, compró una cuartillas y comenzó a escribir.  

                                                                                              J.c. Llamas