jueves, 7 de febrero de 2013

Soledad

                                           
        Se sentía solo. Pero la soledad era parte de su vida. Una vida oscura, llena de interrogantes, de dudas. Le faltaba algo con que llenarla pero no sabía cómo hacerlo. Siempre fue un niño poco hablador, introvertido. Jugaba con los otros niños, siempre era el último en todo, pero no le importaba. Él miraba y observaba a todos los demás e intentaba comprender la conducta de aquellos niños que gritaban, se peleaban e intentaban ser los lideres en el patio del colegio. Ahora se acordaba, solo, en la casa de comidas donde a diario iba a comer. Era un sitio grande, con muchas mesas cuadradas y cuatro sillas alrededor. Cerca del restaurante había un hospital y una universidad, lo que hacía que el local estuviese muy transcurrido en las horas de las comidas. En él se podían encontrar toda una gran variedad de variopintos personajes; estudiantes solos que mientras esperaban el menú repasaban los apuntes que guardaban en unas carpetas ya abiertas y desgastadas por el uso diario. También había grupos de chicos que quedaban para comer y desahogarse un poco entre clase y clase. Solía haber familias que venían al hospital desde los pueblos de la periferia y dada la hora que era, antes de regresar a casa comían en un sitio barato y rápido. Pero donde sobresalían los sentimientos más profundos, donde se reconocía con ellos como si fueran almas gemelas, era con los solitarios. Gente mayor, jubilados, casi todos viudos o viudas, que con su paga que merecidamente el estado les daba al retirarse se podían permitir comer a diario en este sitio. Personas que le gustaba la rutina, siempre lo mismo e iban a la misma hora, se sentaban en el mismo sitio y comían el mismo menú todos los días. Los observaba tímidamente, casi sin querer y estudiaba sus reacciones que eran siempre similares, día tras día. Los había habladores y graciosos, contando a los camareros las mismas gracias a diario, y estos se reían agradablemente sabiendo que ese momento de humor les haría bien por el resto del día. Luego estaban los callados, con la mirada baja, que solo saludaban al entrar y se acomodaban en su sitio. Observándolos, sacaba en conclusión que en una hora que duraba el almuerzo, aquellos viejos que apuraban su vida entre recuerdos y sopa de pescado se sentían cercanos a alguien, escuchados, con vida. Una vida que les parece eterna pues ya quedan muy lejanos los tiempos de la niñez jugando en el patio del colegio. Se miró las manos, arrugadas, temblorosas, frágiles y torpes y se dio cuenta que al observar aquellas vidas, estudiándolas al detalle, reflejaron la suya, también melancólica, esperando una vejez triste. La dudas le volvieron a la mente y ese vacío que sentía, encontró una puerta, una salida, una escapatoria que resolviera esa incertidumbre que le ahogaba y le dejaba sin aliento. Esa tarde salió a la calle, buscó una librería, compró una cuartillas y comenzó a escribir.  

                                                                                              J.c. Llamas

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