miércoles, 19 de junio de 2013

Maestros

       Se despertó sudando. Su corazón palpitaba como un caballo desbocado. Era una sensación que ya había sentido varias veces en su vida.

          La vida de los maestros era así, llena de incertidumbre y dudas, vagando de un sitio a otro, de ciudad en ciudad y de un pueblo a otro, hasta que te adjudicaban la plaza fija.     

       Abrió la ventana en plena madrugada para poder sentir el aire fresco de la noche y sintió como un sentimiento de afecto e ingenuidad le llenaba el corazón.     

       Había sido un curso tranquilo pero lleno de ilusión, que había sabido transmitir a sus alumnos de primaria, y ellos con toda su inocencia y candidez le habían agradecido con esa lealtad que con los años se va perdiendo y jamás volvemos a recuperar.     

       Cerró los ojos y se vio en clase. Cualquier día era bueno para recordar: la entrada matinal, ajetreada y llena de fuerza que los niños radiaban a primera hora de la mañana, el ruido de las mesas y las sillas al entrechocar unas con otras, los cierres de las carteras al abrirse y liberar los cuadernos y estuches que emanaban ese olor tan característico, las preguntas de los críos, algunas tan elocuentes y otras tan torpes y vergonzosas, la hora del recreo tan ansiada por ellos y merecida por los maestros que intercambiaban anécdotas en el patio del colegio.    

       Todas esas sensaciones entraban en sus pulmones junto a la brisa de la madrugada, acuchillando con su hoja certera los sentimientos vividos ese año. Un sentimiento que le oprimía el pecho y casi le dejaba sin respiración. Esas emociones que sentía y no sabía expresar, se escapaban esa noche por la ventana. Quería gritar, llorar y reír al mismo tiempo. Sentía en su corazón un sin fín de alegrías y tristezas que necesitaba expresar. Sabía que el curso se acababa, que muy pronto se iría y dejaría a sus niños, esos que habían sido su vida durante un año, aquellos que le habían hecho sentir la devoción que sentía por la enseñanza y poder ser partícipe de una personalidad y carácter que perduraría siempre en sus vidas. 

       Sabía que su vida era así y no podía cambiarla, ni quería cambiarla.    

       -Es la vida de un maestro de escuela –pensó-, hasta que por fin encuentra su sitio y puede disfrutar algunos años más de una misma clase,verlos crecer y madurar, compartiendo parte de su día a día, sus sonrisas y sus lágrimas, sus éxitos y sus fracasos, intercambiando sentimientos que solo un maestro puede llegar a sentir por esos niños que pasan por su vida como un suspiro, una exhalación que deja unos recuerdos imperturbables y llenos de serenidad.     

       Cerró la ventana y sintiendo otra vez el cálido ambiente de la habitación, volvió a dormirse, pensando que su vida, esa vida de maestro que había elegido, seria inmensamente maravillosa.

                                                                                                                    Jc Llamas.

lunes, 1 de abril de 2013

Serenidad y óbito

                            Serenidad y óbito
                                       
        Tendido en la cama, con la mirada perdida y extenuada, noté que ya no le quedaban fuerzas, que su tiempo se iba.
        Estaba tranquilo, sosegado, intuyendo que el final llegaba y su cuerpo descansaría en algún lugar, que después de tantos años no vislumbraba a vaticinar, pues sus creencias religiosas siempre habían dudado de la existencia de un ser superior que nos llevara a una vida eterna.
         Cuando entré en la habitación, sus ojos me siguieron lentamente y reposaron cuando encontré el sillón siempre incomodo que los hospitales suelen ofrecer.
         Yo estaba tranquilo y calmado, igual que él. Llevábamos una semana juntos día y noche, y nuestras almas se habían encontrado esos días para disfrutar de una intimidad que quizás la vida nos había negado, pero llegado el momento, la recibimos con sencillez y confianza.
        Le cogí la mano, como siempre hacía y pude sentir su piel suave pero con todo el relieve de sus venas que despuntaban a causa del tumor que lo había dejado enjuto y demacrado, pero con las fuerzas suficientes para sentir la mía y disfrutar de una caricia que sabes sincera y llena de amor. Le hablaba en susurros, lentamente, para que disfrutara con cada palabra, con cada gesto que yo intentaba que no produjera ningún efecto nocivo que perturbase su tranquilidad. Cuando le miraba a los ojos, veía reflejado a un hombre que había conseguido llegar a la paz interior, que se encontraba satisfecho con la vida que había tenido, pese a las adversidades que había sufrido. Yo lo sentía, podía sentirlo en su respirar sosegado, en sus labios, que desprendían una sonrisa que revelaba el amor que quizás no pudo demostrar  y hallando en ese gesto el camino de sentirse con los deberes hechos y poder partir con la tranquilidad esperada.
       Yo seguía hablándole, le recordaba nuestras experiencias juntos, le describía con todo detalle los paseos por los jardines del pueblo que a él tanto le gustaba recorrer, explorando cada rincón y arboleda. Nuestras charlas de pintura y literatura, destacando los autores clásicos que eran sus preferidos, sin olvidar la actualidad del momento que siempre llevaba al día.
        Seguía acariciándole. Mis dedos se paseaban por sus manos y disfrutaban del tacto de su piel fláccida y amarillenta que me transmitían serenidad y entereza.
        Fue muy bonito, un estremecimiento de esos que te deja que pensar y comprendes que hay instantes en nuestra existencia que pese a ser negativos podemos hallar en ellos algún aspecto que cambie nuestros sentimientos y nos deje un resquicio hacia una emoción positiva que engrandezca el momento y nos deje un recuerdo hermoso que perpetuar toda la vida. 
        Creo que para él también lo fue. Lo creí en el momento en el que sin 
soltarle las manos y acariciando sus sienes, sentí que, lentamente, su    pecho dejaba de moverse, sus manos no ejercían ya presión ninguna y su tez, blanca y relajada transmitía una paz y serenidad que siempre perdurará en mis recuerdos.  

                                                                                    J.C. Llamas.           

viernes, 22 de marzo de 2013

Confesión.


                          CONFESION

Carlos LL. soñó que se encontraba sentado en un duro banco de una iglesia romántica. Estaba sólo. El silencio era absoluto y las paredes negras y frías de robusta piedra le rodeaban produciéndole un desasosiego incontrolable. Sus ojos se posaron sobre el austero altar donde se encontraba un Cristo solitario clavado en una gran cruz de madera y su cuerpo parecía resplandecer con un color de carne ocre amarillento. Una corona de espinas en su frente y los ojos mirando al suelo con un largo cabello oscuro que estaba manchado con algunas gotas de roja sangre. De todo Él se desprendía un hálito de anheloso conformismo.
LL. sintió como un escalofrío y miró las cristaleras de la iglesia por las que apenas se filtraba la luz y sintió que una angustia se estaba apoderando de todo su ser. Volvió a mirar al Cristo y ya no estaba. Sólo permanecía la cruz. A su lado, casi invisible, alguien se sentó y LL. notó que le invadía un miedo indescriptible al verle sentado a su lado. Era Él y le sonreía tristemente. Estaba desnudo, sólo cubría sus partes íntimas con un trapo oscuro.
-¿A qué has venido hasta aquí? -le preguntó Carlos.
-Me pareció que buscabas compañía -respondió.
-Me gusta estar sólo.
-¿Por qué? -y su mirada se clavó en los ojos de LL.
-Estoy desengañado de los hombres.
-¿Has perdido la fe en mi padre?
-Yo nunca he creído en Yahvé o Jehová, como quiera que se llame. A mí me han enseñado tu vida, tus enseñanzas, tu muerte, tu resurrección. Pero hay algo en lo que no puedo creer.
-¿Qué es?
-Que un niño sea culpable por el sólo hecho de haber nacido. ¿Qué culpa me achacas a mí? Es lo que no puedo comprender.
Calló el Cristo, cruzó sus delgadas piernas y apoyó su cansada espalda en el respaldo del duro banco. Sus ojos se entristecieron aún más y quedamente habló:
-Nadie será condenado por toda la eternidad. ¿Para qué mi sacrificio?
Carlos le escuchaba con temor. De su corona de espinas, un hilillo de sangre mojaba su ancha frente y se limpiaba con su huesuda mano. Luego dijo:
-¿Qué tienes contra mí? -y su dulce mirada traspasaba a Carlos. Éste  se serenó.
-No puedo aceptar que tú pagues por culpas de otros. Ya no te necesitamos. En tu lugar tenemos otro “salvador” y los hombres serán felices sin ti.
-Y ese salvador, ¿quién es?
-Es el ordenador. Lo mismo que tus discípulos crearon tu iglesia, nosotros hemos creado otra, pero sin pecadores y sin perdón. No tendremos que acudir a ti para que nos des la felicidad en otra vida. La conseguiremos ahora, en la tierra. Ya no te necesitamos.
-Y ese ordenador, ¿qué os da?
-Lo que le pidamos. Basta coger el mando y elegir el menú. ¿Quieres música, espectáculos, aventuras, libros, viajes? Selecciona lo que te gusta y lo tendrás.
-¿Y tenéis también la tecla del amor al otro?
-Esa todavía no la tenemos, pero ya que lo dices la inventaremos sin falta.
El Cristo hablaba serenamente a LL. como si aceptara en su corazón sus argumentos. Luego le preguntó:
-¿No es caer un poco en manos de la tiranía? ¿No será ese ordenador el resultado de un hombre sin libertad?  Y eso, ¿para qué?
-La libertad es solamente para un número reducido. Las masas se angustian al sentirse responsables. En el ordenador se les dice lo que tienen que hacer y son felices al no pensar. ¿Para qué quieres que piensen? Sólo conseguirían su infelicidad. El ordenador resolverá sus inquietudes, sus angustias.
-¿Y qué va a ser de la historia del espíritu?
-¿A qué te refieres? ¿A la iglesia, a los místicos, a los filósofos, a los escritores dramáticos, a los poetas…? Se irán olvidando; ya se está consiguiendo. Los seres humanos actuales no quieren esas vaguedades, sólo quieren pan y circo. Los nuevos niños no conocerán el pecado, se sentirán seguros, sin complejos de Edipo y sin miedo al infierno. Consultarán el ordenador y éste les responderá: “serás feliz si me haces caso”.
 La historia se borrará o quedará para cuatro intelectuales trasnochados. Así, la humanidad nueva partirá de cero. El ordenador ocupará tu lugar, no para enseñar la verdad del espíritu, esa ya no la querrán, sino la verdad del espectáculo, de la distracción. Se hablará de ti publicitariamente.
-¿Y no se pensará en la muerte?
-Eso ahora mismo es inevitable, pero la medicina llegará a resolver ese problema. Se morirá sin sufrimiento y entonces nadie la temerá.
-Me hablas de un ser humano distinto del actual. Es un hombre dirigido como siempre, pero sin alma, sin esperanza en la resurrección y la vida eterna.
-Así es. ¿Te parece mal?
-Se destierra el complejo de Edipo, pero se creará el complejo del ordenador. Es algo que sucederá por la dependencia absoluta de la máquina. Sin libertad para elegir, sin sufrimiento, sin dudas, sin amor a los demás seres, quizás seamos más desgraciados. Hablas de diversión, no de felicidad ni de amor. ¿Tú crees que el ordenador te quitará esa tristeza que te acompaña siempre? Todo eso que me explicas, tú no lo sientes, no lo crees.
Carlos le miró profundamente, sintiendo que sus palabras le dolían y a la vez le aliviaban. El Cristo sonreía adivinando su tormento. Carlos  le dijo:
-Es cierto que siempre estoy triste, pero ya no me convences con tu muerte en la cruz. Yo estoy sólo, pero aunque el ordenador no me hace feliz, no quiero acudir a ti.
-La faz de Cristo cambió de semblante y se mostraba algo jovial. Los dos estaban frente a frente y la dulce mirada del crucificado penetraba en el corazón de LL. no pudiéndole mirar a los ojos.
-¿Creerías si mi madre, la Virgen, se te apareciera y te llamara hijo? ¿creerías entonces?
Carlos ya no podía respirar. Su alma estaba hendida de gozo. Quiso tocar al Cristo, asegurarse de que era un cuerpo físico y dirigió sus dedos hacia su costado. Entonces notó el vacío, y sus ojos dejaron de contemplarlo. Un aire gregoriano invadió la iglesia y por unos momentos,  Carlos no sabía si vivía o soñaba. Escuchó una voz femenina en lo alto que le decía:
-Hijo, soy tu madre. No sufras ya más.
Cuando LL. volvió a mirar al altar, la cruz tenía su Cristo que permanecía serio y mudo. Se levantó y tristemente salió a la calle. El corazón le latía descompasadamente y sintió unas ganas irrefrenables de llorar.

                                                                                                           Antonio Llamas.

                                                    Derechos de autor.


                                                                                                                     

sábado, 16 de marzo de 2013

Paisaje otoñal

                                         

             La pensión San Joaquín era una casa antigua. Había pertenecido a un gran terrateniente que al final del siglo XIX la había comprado y arreglado para su uso personal como residencia de verano. Tras la Guerra Civil Española había quedado abandonada hasta que su nieta Carmen se pudo ocupar de ella, adaptarla como pensión y vivir con la entrada y salida de huéspedes.
             El Sr. González llevaba cinco años viviendo en la pensión. Era un hombre solitario y aferrado a unas costumbres muy arraigadas. Todo lo llevaba muy calculado y el reloj era una extensión de su cuerpo. El horario de las comidas siempre era el mismo, y después de un ratito de siesta (sagrada para él), solía leer un rato en su habitación meditando sobre lo leído y buscando en la lectura diaria esa explicación de la vida que su alma necesitaba.
             La pensión era la típica casa andaluza de tres plantas alrededor de un patio. Las ventanas, con varias capas de pintura y cortinas con volantes, se abrían todas las mañanas por el servicio de limpieza, para orear las habitaciones. Los pasillos anchos y de techos altos, distribuían las habitaciones que antaño albergaban a la servidumbre del Gran Señor, y hogaño, numeradas, acogían a los huéspedes ocasionales que pasaban a diario. Lo mejor que tenía era el patio. Con una gran claridad, estaba techado con unas cristaleras para evitar las inclemencias del tiempo. El rectángulo a modo de galería descansaba sobre unas columnas paupérrimas que el paso del tiempo había desvencijado, pero dada su robustez no había sido sustituidas nunca. En su base, grandes maceteros decoraban el patio y le otorgaban un frescor y una candidez típica del sur de España. En las paredes grandes cuadros de motivos moriscos se repartían por toda la estancia y un gran mosaico con azulejos pequeñitos, se vislumbraba en un lateral, como una ventana al exterior que majestuosamente enmarcaba el alcazaba sobre el rojo monte de La Sabika que la ciudad se orgullecía de tener. En frente del mosaico, un gran pilar de mármol de Sierra Elvira servía de lecho para que tres caños de bronce labrados valiesen de cauce a un agua cristalina y fresca que canturreaba y dejaba oír su gorgoteo al caer en el pilar. Encima de este, un gran Cristo cabizbajo y con la mirada llena de un agónico esplendor, hacía de confidente de los inquilinos que disfrutaban del patio sentados en unas sillas de anea y charlaban o leían sobre las cuatro mesas que se repartían en el recinto.
         Aparte del Sr. González eran tres las personas que vivían fijas en la pensión. También había un militar retirado, que con un carácter terco y machista solo se le veía a la hora de la tertulia de por la tarde. Se llamaba Antonio Gutiérrez y muy pronto se dio cuenta de que hay personas que se mueven en el mundo no solo por interés propio y comparten con los demás sus experiencias y anhelos.
        Se reunían por las tardes, después de la siesta a eso de las cinco de la tarde. El Sr. González siempre llegaba el primero, seguido del militar y por último llegaba  Don Pablo, que así es como le llamaban. Se trataba de un hombre de 50 años, viudo, destinado  de enfermero en una clínica cercana a la pensión, en la que vivía hace años. 
        A veces se unía al grupo algún joven estudiante que más que curiosidad, se acercaba con ansia de escuchar a las voces de la experiencia. Las charlas trascurrían tranquilas, cautas y con respeto hacia los demás, sus ideologías y tendencias filosóficas. Unas tardes se hablaba de literatura española citando algunos de los más influyentes escritores de nuestro siglo como Pio Baroja, Ortega y Gasset y Cela. Otras, los tres amigos opinaban sobre filosofía y las obras que mas habían influido en sus vidas. 
         Pablo, el enfermero, seguía las inclinaciones de Platón. Para él vivíamos en un mundo de sombras, de reflejos, en el que las cosas reales se nos vedaban y se enmascaraban por la actual sociedad capitalista en la que nos hallábamos, dejándonos ver solo lo que las grandes marcas que manejan el mundo quieren. 
         El Sr. Gutiérrez,  no era muy dado a expresar sus opiniones y sentimientos, pero había encontrado en ese grupo a unas personas dispuestas a escucharle y eso parece que lo hacía más abierto y sincero, como si en su vida, siempre acostumbrado a dar órdenes y no recibir replica ninguna, le hubiera faltado llenar ese hueco que sentía de soledad y aislamiento. Escuchaba atento a los dos amigos y discernía muy superfluamente en algunos aspectos, pero siempre sin adentrarse en lo profundo del tema, pues la filosofía nunca le había llamado la atención y siempre la había considerado una rama para la gente con pocas ganas de trabajar, perder el tiempo y calentarse la cabeza de una manera poco productiva. Y ahora, a la vejez, se quedaba pensativo, tratando de explicarse a sí mismo que había de razón en la obra pesimista de Schopenhauer  o en las técnicas dialécticas de Sócrates.
        El Sr. González había trabajado en una librería y era un ávido lector. Casi  sexagenario, siempre había sido un hombre tímido y respetuoso. En su juventud, devoraba los libros en sus desplazamientos en tren por las tierras Castellanas que tanto amaba, compartiendo vivencias con Baroja y Azorín que eran sus autores españoles preferidos.
       Sobre filosofía, se sentía identificado con Nietzsche. Sabía que no era un Superhombre pero su vida, aunque solitaria y meditativa había sido lo que él quería y buscaba. No quería otra existencia ni envidiaba ninguna situación diferente a la que había llegado, deseaba El eterno retorno, por eso, si le dieran a elegir, volvería a vivir la misma que él consideraba perfecta y llena de interrogantes que día tras día intentaba descifrar. Cuando terminaba la tertulia de por las tardes, se despedían amigablemente y cada uno se dirigía a su habitación a terminar el día de la manera más positiva que podían y pensando el tema propuesto para la jornada próxima. 
      Tras cinco años en la pensión, el Sr. González se sentía como un estudiante  al iniciar la carrera universitaria con ansia de aprender y absorber toda la cultura que llenaba los huecos de su vida solitaria.
      En esas tardes de otoño en las que el sol  se siente benévolo y sale para recordar que está ahí y no se olvida de nosotros y las hojas de los arboles se deslizan suaves por las calles de la ciudad formando una alfombra de ocres anaranjados, el Sr. González divagaba sobre su vida. No se preocupaba mucho del futuro pues siempre había creído en el postulado de Horacio: “Coge la flor del día y no pienses en la del mañana”  y por eso disfrutaba del presente, que junto a sus compañeros de pensión, también almas solitarias como él habían encontrado un camino a seguir, una convivencia mutua que los ayudara a seguir buscando los entresijos de la vida y gozar de ese paisaje otoñal que tanto les gustaban disfrutar.

                                                                                                                 J.c. Llamas.

lunes, 25 de febrero de 2013

Infancia compartida.


                                                 


 Era de madrugada cuando desperté. Al abrir los ojos me di cuenta  que ya estaba en el mundo real y todo lo que había vivido era solo un sueño. Era tan real, tan innegable que mi cuerpo todavía vibraba y se estremecía. 
     -Papá –llévame a ver al niño de la espina –me dijo mi hija.

     Le decían “El jardín del príncipe”. Era inmenso, majestuoso, ostentoso. Se había construido en el siglo XVIII para el disfrute de los reyes.                       

      El palacio se divisaba desde lejos. Sus cúpulas, coronadas por dos grandes cruces apuntaban hacia el cielo agradeciendo el concierto que Joaquín Rodrigo le dedicó a la Villa. Pero lo que me hacía enmudecer era su gran jardín. Un laberinto se setos, olmos, plátanos de paseo, acequias y parterres, que hacían del sitio un paraíso, donde el ruido, la polución y el capitalismo, no tenían lugar. Cuando me adentraba en sus caminos, en sus senderos, sentía una paz grata, tranquila que inundaba mi alma. Veía a las parejas de enamorados, cogidos de las manos y deslizando los pies por esa alfombra de hojas que en otoño nunca paraban de recoger los jardineros, y que crujían al paso de los viandantes. Los deportistas, iban y venían en carreras agitadas, disfrutando del oxigeno que no encontraban en el pueblo. Los mayores, con sus bastones y la prensa del día, caminaban lentamente, sin prisas, ya que a su edad no quieren tenerla y disfrutan de una buena charla con el vecino de toda la vida.
      Las estatuas se podían encontrar por todas partes y en cualquier cruce de caminos o al final de un trecho encontrabas alguna de un gran ciervo o un Apolo melancólico.
     Me acordaba como si fuera ayer, cuando, cogido de la mano, me llevaba por esos senderos, me contaba historias de reyes y princesas, mirábamos el río que pasaba manso y acariciaba la fosa del palacio.
      -Seguimos por aquí y enseguida llegamos –le dije. Y veía como su cara se llenaba de felicidad, anhelando la llegada al rectángulo donde mayestática y aterida de frío la talla reposaba sobre el estanque de calmadas aguas. Franqueada por dos grandes setos en forma de arco, que a su vez hacían de marco natural y graciosamente adornados por flores de múltiples colores, aparecía la estatua que tantas veces invadían mis sueños. Se trataba de un niño desnudo, con el pelo rizado, sentado en una especie de pedestal. La pierna izquierda, la tenia cruzada sobre la de la derecha y examinaba la planta del pie, en busca de alguna espina que, quizás jugando, se había clavado y trataba de encontrarla para poder extraerla y una vez libre de la astilla, poder lavar la herida con agua fresca del algún arrollo que con su lengua, acariciara la zona irritada y aliviara su dolor.                                               

     -¿Por qué te gusta tanto esta fuente papá? La miré a los ojos. Y esa mirada infantil e inocente que hacía que mis sentidos se nublaran, volvieron a abrir el sendero del recuerdo. Ese recuerdo de antaño, que jamás podemos olvidar, pues se produce en nuestra infancia y quedan reflejados como un suspiro, como una exhalación en nuestra mente y aparecen involuntarios y fugaces en nuestra vida.

 -Era la fuente preferida del abuelo –le dije.

    Se quedó pensativa, buscando el eslabón que su pequeña conciencia no podía asimilar. Salió corriendo buscando unos pajarillos que se repartían unas migas de pan, mientras yo, observando al niño de la espina, rememoraba mis viejos recuerdos.


     

                                                                     J.c Llamas

Infancia compartida.

                                                    

                                                    

        Era de madrugada cuando desperté. Al abrir los ojos me di cuenta  que ya estaba en el mundo real y todo lo que había vivido era solo un sueño. Era tan real, tan innegable que mi cuerpo todavía vibraba y se estremecía. 
       -Papá –llévame a ver al niño de la espina –me dijo mi hija.
Le decían “El jardín del príncipe”. Era inmenso, majestuoso, ostentoso. Se había construido en el siglo XVIII para el disfrute de los reyes.
     El palacio se divisaba desde lejos. Sus cúpulas, coronadas por dos grandes cruces apuntaban hacia el cielo agradeciendo el concierto que Joaquín Rodrigo le dedicó a la Villa. Pero lo que me hacía enmudecer era su gran jardín. Un laberinto se setos, olmos, plátanos de paseo, acequias y parterres, que hacían del sitio un paraíso, donde el ruido, la polución y el capitalismo, no tenían lugar. Cuando me adentraba en sus caminos, en sus senderos, sentía una paz grata, tranquila que inundaba mi alma. Veía a las parejas de enamorados, cogidos de las manos y deslizando los pies por esa alfombra de hojas que en otoño nunca paraban de recoger los jardineros, y que crujían al paso de los viandantes. Los deportistas, iban y venían en carreras agitadas, disfrutando del oxigeno que no encontraban en el pueblo. Los mayores, con sus bastones y la prensa del día, caminaban lentamente, sin prisas, ya que a su edad no quieren tenerla y disfrutan de una buena charla con el vecino de toda la vida.
     Las estatuas se podían encontrar por todas partes y en cualquier cruce de caminos o al final de un trecho encontrabas alguna de un gran ciervo o un Apolo melancólico.
    Me acordaba como si fuera ayer, cuando, cogido de la mano, me llevaba por esos senderos, me contaba historias de reyes y princesas, mirábamos el río que pasaba manso y acariciaba la fosa del palacio.
    -Seguimos por aquí y enseguida llegamos –le dije. Y veía como su cara se llenaba de felicidad, anhelando la llegada al rectángulo donde mayestática y aterida de frío la talla reposaba sobre el estanque de calmadas aguas.Franqueada por dos grandes setos en forma de arco, que a su vez                                                                          hacían de marco natural y graciosamente adornados por flores de múltiples colores, aparecía la estatua que tantas veces invadían mis sueños. Se trataba de un niño desnudo, con el pelo rizado, sentado en una especie de pedestal. La pierna izquierda, la tenia cruzada sobre la de la derecha y examinaba la planta del pie, en busca de alguna espina que, quizás jugando, se había clavado y trataba de encontrarla para poder extraerla y una vez libre de la astilla, poder lavar la herida con agua fresca del algún arrollo que con su lengua, acariciara la zona irritada y aliviara su dolor.
   -¿Por qué te gusta tanto esta fuente papá? 
   La miré a los ojos. Y esa mirada infantil e inocente que hacía que mis sentidos se nublaran, volvieron a abrir el sendero del recuerdo. Ese recuerdo de antaño, que jamás podemos olvidar, pues se produce en nuestra infancia y quedan reflejados como un suspiro, como una exhalación en nuestra mente y aparecen involuntarios y fugaces en nuestra vida.
      -Era la fuente preferida del abuelo –le dije.
Se quedó pensativa, buscando el eslabón que su pequeña conciencia no podía asimilar. Salió corriendo buscando unos pajarillos que se repartían unas migas de pan, mientras yo, observando al niño de la espina, rememoraba mis viejos recuerdos.



                                                                                   Jc. Llamas




jueves, 7 de febrero de 2013

Soledad

                                           
        Se sentía solo. Pero la soledad era parte de su vida. Una vida oscura, llena de interrogantes, de dudas. Le faltaba algo con que llenarla pero no sabía cómo hacerlo. Siempre fue un niño poco hablador, introvertido. Jugaba con los otros niños, siempre era el último en todo, pero no le importaba. Él miraba y observaba a todos los demás e intentaba comprender la conducta de aquellos niños que gritaban, se peleaban e intentaban ser los lideres en el patio del colegio. Ahora se acordaba, solo, en la casa de comidas donde a diario iba a comer. Era un sitio grande, con muchas mesas cuadradas y cuatro sillas alrededor. Cerca del restaurante había un hospital y una universidad, lo que hacía que el local estuviese muy transcurrido en las horas de las comidas. En él se podían encontrar toda una gran variedad de variopintos personajes; estudiantes solos que mientras esperaban el menú repasaban los apuntes que guardaban en unas carpetas ya abiertas y desgastadas por el uso diario. También había grupos de chicos que quedaban para comer y desahogarse un poco entre clase y clase. Solía haber familias que venían al hospital desde los pueblos de la periferia y dada la hora que era, antes de regresar a casa comían en un sitio barato y rápido. Pero donde sobresalían los sentimientos más profundos, donde se reconocía con ellos como si fueran almas gemelas, era con los solitarios. Gente mayor, jubilados, casi todos viudos o viudas, que con su paga que merecidamente el estado les daba al retirarse se podían permitir comer a diario en este sitio. Personas que le gustaba la rutina, siempre lo mismo e iban a la misma hora, se sentaban en el mismo sitio y comían el mismo menú todos los días. Los observaba tímidamente, casi sin querer y estudiaba sus reacciones que eran siempre similares, día tras día. Los había habladores y graciosos, contando a los camareros las mismas gracias a diario, y estos se reían agradablemente sabiendo que ese momento de humor les haría bien por el resto del día. Luego estaban los callados, con la mirada baja, que solo saludaban al entrar y se acomodaban en su sitio. Observándolos, sacaba en conclusión que en una hora que duraba el almuerzo, aquellos viejos que apuraban su vida entre recuerdos y sopa de pescado se sentían cercanos a alguien, escuchados, con vida. Una vida que les parece eterna pues ya quedan muy lejanos los tiempos de la niñez jugando en el patio del colegio. Se miró las manos, arrugadas, temblorosas, frágiles y torpes y se dio cuenta que al observar aquellas vidas, estudiándolas al detalle, reflejaron la suya, también melancólica, esperando una vejez triste. La dudas le volvieron a la mente y ese vacío que sentía, encontró una puerta, una salida, una escapatoria que resolviera esa incertidumbre que le ahogaba y le dejaba sin aliento. Esa tarde salió a la calle, buscó una librería, compró una cuartillas y comenzó a escribir.  

                                                                                              J.c. Llamas