miércoles, 19 de junio de 2013
lunes, 1 de abril de 2013
Serenidad y óbito
Tendido en la cama, con la mirada perdida y extenuada, noté que ya no le quedaban fuerzas, que su tiempo se iba.
Estaba tranquilo, sosegado, intuyendo que el final llegaba y su cuerpo descansaría en algún lugar, que después de tantos años no vislumbraba a vaticinar, pues sus creencias religiosas siempre habían dudado de la existencia de un ser superior que nos llevara a una vida eterna.
Cuando entré en la habitación, sus ojos me siguieron lentamente y reposaron cuando encontré el sillón siempre incomodo que los hospitales suelen ofrecer.
Yo estaba tranquilo y calmado, igual que él. Llevábamos una semana juntos día y noche, y nuestras almas se habían encontrado esos días para disfrutar de una intimidad que quizás la vida nos había negado, pero llegado el momento, la recibimos con sencillez y confianza.
Le cogí la mano, como siempre hacía y pude sentir su piel suave pero con todo el relieve de sus venas que despuntaban a causa del tumor que lo había dejado enjuto y demacrado, pero con las fuerzas suficientes para sentir la mía y disfrutar de una caricia que sabes sincera y llena de amor. Le hablaba en susurros, lentamente, para que disfrutara con cada palabra, con cada gesto que yo intentaba que no produjera ningún efecto nocivo que perturbase su tranquilidad. Cuando le miraba a los ojos, veía reflejado a un hombre que había conseguido llegar a la paz interior, que se encontraba satisfecho con la vida que había tenido, pese a las adversidades que había sufrido. Yo lo sentía, podía sentirlo en su respirar sosegado, en sus labios, que desprendían una sonrisa que revelaba el amor que quizás no pudo demostrar y hallando en ese gesto el camino de sentirse con los deberes hechos y poder partir con la tranquilidad esperada.
Yo seguía hablándole, le recordaba nuestras experiencias juntos, le describía con todo detalle los paseos por los jardines del pueblo que a él tanto le gustaba recorrer, explorando cada rincón y arboleda. Nuestras charlas de pintura y literatura, destacando los autores clásicos que eran sus preferidos, sin olvidar la actualidad del momento que siempre llevaba al día.
Seguía acariciándole. Mis dedos se paseaban por sus manos y disfrutaban del tacto de su piel fláccida y amarillenta que me transmitían serenidad y entereza.
Fue muy bonito, un estremecimiento de esos que te deja que pensar y comprendes que hay instantes en nuestra existencia que pese a ser negativos podemos hallar en ellos algún aspecto que cambie nuestros sentimientos y nos deje un resquicio hacia una emoción positiva que engrandezca el momento y nos deje un recuerdo hermoso que perpetuar toda la vida.
Creo que para él también lo fue. Lo creí en el momento en el que sin
soltarle las manos y acariciando sus sienes, sentí que, lentamente, su pecho dejaba de moverse, sus manos no ejercían ya presión ninguna y su tez, blanca y relajada transmitía una paz y serenidad que siempre perdurará en mis recuerdos.
J.C. Llamas.
viernes, 22 de marzo de 2013
Confesión.
Antonio Llamas.
Derechos de autor.
sábado, 16 de marzo de 2013
Paisaje otoñal
La pensión San Joaquín era una casa antigua. Había pertenecido a un gran terrateniente que al final del siglo XIX la había comprado y arreglado para su uso personal como residencia de verano. Tras la Guerra Civil Española había quedado abandonada hasta que su nieta Carmen se pudo ocupar de ella, adaptarla como pensión y vivir con la entrada y salida de huéspedes.
El Sr. González llevaba cinco años viviendo en la pensión. Era un hombre solitario y aferrado a unas costumbres muy arraigadas. Todo lo llevaba muy calculado y el reloj era una extensión de su cuerpo. El horario de las comidas siempre era el mismo, y después de un ratito de siesta (sagrada para él), solía leer un rato en su habitación meditando sobre lo leído y buscando en la lectura diaria esa explicación de la vida que su alma necesitaba.
La pensión era la típica casa andaluza de tres plantas alrededor de un patio. Las ventanas, con varias capas de pintura y cortinas con volantes, se abrían todas las mañanas por el servicio de limpieza, para orear las habitaciones. Los pasillos anchos y de techos altos, distribuían las habitaciones que antaño albergaban a la servidumbre del Gran Señor, y hogaño, numeradas, acogían a los huéspedes ocasionales que pasaban a diario. Lo mejor que tenía era el patio. Con una gran claridad, estaba techado con unas cristaleras para evitar las inclemencias del tiempo. El rectángulo a modo de galería descansaba sobre unas columnas paupérrimas que el paso del tiempo había desvencijado, pero dada su robustez no había sido sustituidas nunca. En su base, grandes maceteros decoraban el patio y le otorgaban un frescor y una candidez típica del sur de España. En las paredes grandes cuadros de motivos moriscos se repartían por toda la estancia y un gran mosaico con azulejos pequeñitos, se vislumbraba en un lateral, como una ventana al exterior que majestuosamente enmarcaba el alcazaba sobre el rojo monte de La Sabika que la ciudad se orgullecía de tener. En frente del mosaico, un gran pilar de mármol de Sierra Elvira servía de lecho para que tres caños de bronce labrados valiesen de cauce a un agua cristalina y fresca que canturreaba y dejaba oír su gorgoteo al caer en el pilar. Encima de este, un gran Cristo cabizbajo y con la mirada llena de un agónico esplendor, hacía de confidente de los inquilinos que disfrutaban del patio sentados en unas sillas de anea y charlaban o leían sobre las cuatro mesas que se repartían en el recinto.
Aparte del Sr. González eran tres las personas que vivían fijas en la pensión. También había un militar retirado, que con un carácter terco y machista solo se le veía a la hora de la tertulia de por la tarde. Se llamaba Antonio Gutiérrez y muy pronto se dio cuenta de que hay personas que se mueven en el mundo no solo por interés propio y comparten con los demás sus experiencias y anhelos.
Se reunían por las tardes, después de la siesta a eso de las cinco de la tarde. El Sr. González siempre llegaba el primero, seguido del militar y por último llegaba Don Pablo, que así es como le llamaban. Se trataba de un hombre de 50 años, viudo, destinado de enfermero en una clínica cercana a la pensión, en la que vivía hace años.
A veces se unía al grupo algún joven estudiante que más que curiosidad, se acercaba con ansia de escuchar a las voces de la experiencia. Las charlas trascurrían tranquilas, cautas y con respeto hacia los demás, sus ideologías y tendencias filosóficas. Unas tardes se hablaba de literatura española citando algunos de los más influyentes escritores de nuestro siglo como Pio Baroja, Ortega y Gasset y Cela. Otras, los tres amigos opinaban sobre filosofía y las obras que mas habían influido en sus vidas.
Pablo, el enfermero, seguía las inclinaciones de Platón. Para él vivíamos en un mundo de sombras, de reflejos, en el que las cosas reales se nos vedaban y se enmascaraban por la actual sociedad capitalista en la que nos hallábamos, dejándonos ver solo lo que las grandes marcas que manejan el mundo quieren.
El Sr. Gutiérrez, no era muy dado a expresar sus opiniones y sentimientos, pero había encontrado en ese grupo a unas personas dispuestas a escucharle y eso parece que lo hacía más abierto y sincero, como si en su vida, siempre acostumbrado a dar órdenes y no recibir replica ninguna, le hubiera faltado llenar ese hueco que sentía de soledad y aislamiento. Escuchaba atento a los dos amigos y discernía muy superfluamente en algunos aspectos, pero siempre sin adentrarse en lo profundo del tema, pues la filosofía nunca le había llamado la atención y siempre la había considerado una rama para la gente con pocas ganas de trabajar, perder el tiempo y calentarse la cabeza de una manera poco productiva. Y ahora, a la vejez, se quedaba pensativo, tratando de explicarse a sí mismo que había de razón en la obra pesimista de Schopenhauer o en las técnicas dialécticas de Sócrates.
El Sr. González había trabajado en una librería y era un ávido lector. Casi sexagenario, siempre había sido un hombre tímido y respetuoso. En su juventud, devoraba los libros en sus desplazamientos en tren por las tierras Castellanas que tanto amaba, compartiendo vivencias con Baroja y Azorín que eran sus autores españoles preferidos.
Sobre filosofía, se sentía identificado con Nietzsche. Sabía que no era un Superhombre pero su vida, aunque solitaria y meditativa había sido lo que él quería y buscaba. No quería otra existencia ni envidiaba ninguna situación diferente a la que había llegado, deseaba El eterno retorno, por eso, si le dieran a elegir, volvería a vivir la misma que él consideraba perfecta y llena de interrogantes que día tras día intentaba descifrar. Cuando terminaba la tertulia de por las tardes, se despedían amigablemente y cada uno se dirigía a su habitación a terminar el día de la manera más positiva que podían y pensando el tema propuesto para la jornada próxima.
Tras cinco años en la pensión, el Sr. González se sentía como un estudiante al iniciar la carrera universitaria con ansia de aprender y absorber toda la cultura que llenaba los huecos de su vida solitaria.
En esas tardes de otoño en las que el sol se siente benévolo y sale para recordar que está ahí y no se olvida de nosotros y las hojas de los arboles se deslizan suaves por las calles de la ciudad formando una alfombra de ocres anaranjados, el Sr. González divagaba sobre su vida. No se preocupaba mucho del futuro pues siempre había creído en el postulado de Horacio: “Coge la flor del día y no pienses en la del mañana” y por eso disfrutaba del presente, que junto a sus compañeros de pensión, también almas solitarias como él habían encontrado un camino a seguir, una convivencia mutua que los ayudara a seguir buscando los entresijos de la vida y gozar de ese paisaje otoñal que tanto les gustaban disfrutar.
J.c. Llamas.
lunes, 25 de febrero de 2013
Infancia compartida.
Infancia compartida.
jueves, 7 de febrero de 2013
Soledad
Se sentía solo. Pero la soledad era parte de su vida. Una vida oscura, llena de interrogantes, de dudas. Le faltaba algo con que llenarla pero no sabía cómo hacerlo. Siempre fue un niño poco hablador, introvertido. Jugaba con los otros niños, siempre era el último en todo, pero no le importaba. Él miraba y observaba a todos los demás e intentaba comprender la conducta de aquellos niños que gritaban, se peleaban e intentaban ser los lideres en el patio del colegio. Ahora se acordaba, solo, en la casa de comidas donde a diario iba a comer. Era un sitio grande, con muchas mesas cuadradas y cuatro sillas alrededor. Cerca del restaurante había un hospital y una universidad, lo que hacía que el local estuviese muy transcurrido en las horas de las comidas. En él se podían encontrar toda una gran variedad de variopintos personajes; estudiantes solos que mientras esperaban el menú repasaban los apuntes que guardaban en unas carpetas ya abiertas y desgastadas por el uso diario. También había grupos de chicos que quedaban para comer y desahogarse un poco entre clase y clase. Solía haber familias que venían al hospital desde los pueblos de la periferia y dada la hora que era, antes de regresar a casa comían en un sitio barato y rápido. Pero donde sobresalían los sentimientos más profundos, donde se reconocía con ellos como si fueran almas gemelas, era con los solitarios. Gente mayor, jubilados, casi todos viudos o viudas, que con su paga que merecidamente el estado les daba al retirarse se podían permitir comer a diario en este sitio. Personas que le gustaba la rutina, siempre lo mismo e iban a la misma hora, se sentaban en el mismo sitio y comían el mismo menú todos los días. Los observaba tímidamente, casi sin querer y estudiaba sus reacciones que eran siempre similares, día tras día. Los había habladores y graciosos, contando a los camareros las mismas gracias a diario, y estos se reían agradablemente sabiendo que ese momento de humor les haría bien por el resto del día. Luego estaban los callados, con la mirada baja, que solo saludaban al entrar y se acomodaban en su sitio. Observándolos, sacaba en conclusión que en una hora que duraba el almuerzo, aquellos viejos que apuraban su vida entre recuerdos y sopa de pescado se sentían cercanos a alguien, escuchados, con vida. Una vida que les parece eterna pues ya quedan muy lejanos los tiempos de la niñez jugando en el patio del colegio. Se miró las manos, arrugadas, temblorosas, frágiles y torpes y se dio cuenta que al observar aquellas vidas, estudiándolas al detalle, reflejaron la suya, también melancólica, esperando una vejez triste. La dudas le volvieron a la mente y ese vacío que sentía, encontró una puerta, una salida, una escapatoria que resolviera esa incertidumbre que le ahogaba y le dejaba sin aliento. Esa tarde salió a la calle, buscó una librería, compró una cuartillas y comenzó a escribir.
J.c. Llamas