sábado, 16 de marzo de 2013

Paisaje otoñal

                                         

             La pensión San Joaquín era una casa antigua. Había pertenecido a un gran terrateniente que al final del siglo XIX la había comprado y arreglado para su uso personal como residencia de verano. Tras la Guerra Civil Española había quedado abandonada hasta que su nieta Carmen se pudo ocupar de ella, adaptarla como pensión y vivir con la entrada y salida de huéspedes.
             El Sr. González llevaba cinco años viviendo en la pensión. Era un hombre solitario y aferrado a unas costumbres muy arraigadas. Todo lo llevaba muy calculado y el reloj era una extensión de su cuerpo. El horario de las comidas siempre era el mismo, y después de un ratito de siesta (sagrada para él), solía leer un rato en su habitación meditando sobre lo leído y buscando en la lectura diaria esa explicación de la vida que su alma necesitaba.
             La pensión era la típica casa andaluza de tres plantas alrededor de un patio. Las ventanas, con varias capas de pintura y cortinas con volantes, se abrían todas las mañanas por el servicio de limpieza, para orear las habitaciones. Los pasillos anchos y de techos altos, distribuían las habitaciones que antaño albergaban a la servidumbre del Gran Señor, y hogaño, numeradas, acogían a los huéspedes ocasionales que pasaban a diario. Lo mejor que tenía era el patio. Con una gran claridad, estaba techado con unas cristaleras para evitar las inclemencias del tiempo. El rectángulo a modo de galería descansaba sobre unas columnas paupérrimas que el paso del tiempo había desvencijado, pero dada su robustez no había sido sustituidas nunca. En su base, grandes maceteros decoraban el patio y le otorgaban un frescor y una candidez típica del sur de España. En las paredes grandes cuadros de motivos moriscos se repartían por toda la estancia y un gran mosaico con azulejos pequeñitos, se vislumbraba en un lateral, como una ventana al exterior que majestuosamente enmarcaba el alcazaba sobre el rojo monte de La Sabika que la ciudad se orgullecía de tener. En frente del mosaico, un gran pilar de mármol de Sierra Elvira servía de lecho para que tres caños de bronce labrados valiesen de cauce a un agua cristalina y fresca que canturreaba y dejaba oír su gorgoteo al caer en el pilar. Encima de este, un gran Cristo cabizbajo y con la mirada llena de un agónico esplendor, hacía de confidente de los inquilinos que disfrutaban del patio sentados en unas sillas de anea y charlaban o leían sobre las cuatro mesas que se repartían en el recinto.
         Aparte del Sr. González eran tres las personas que vivían fijas en la pensión. También había un militar retirado, que con un carácter terco y machista solo se le veía a la hora de la tertulia de por la tarde. Se llamaba Antonio Gutiérrez y muy pronto se dio cuenta de que hay personas que se mueven en el mundo no solo por interés propio y comparten con los demás sus experiencias y anhelos.
        Se reunían por las tardes, después de la siesta a eso de las cinco de la tarde. El Sr. González siempre llegaba el primero, seguido del militar y por último llegaba  Don Pablo, que así es como le llamaban. Se trataba de un hombre de 50 años, viudo, destinado  de enfermero en una clínica cercana a la pensión, en la que vivía hace años. 
        A veces se unía al grupo algún joven estudiante que más que curiosidad, se acercaba con ansia de escuchar a las voces de la experiencia. Las charlas trascurrían tranquilas, cautas y con respeto hacia los demás, sus ideologías y tendencias filosóficas. Unas tardes se hablaba de literatura española citando algunos de los más influyentes escritores de nuestro siglo como Pio Baroja, Ortega y Gasset y Cela. Otras, los tres amigos opinaban sobre filosofía y las obras que mas habían influido en sus vidas. 
         Pablo, el enfermero, seguía las inclinaciones de Platón. Para él vivíamos en un mundo de sombras, de reflejos, en el que las cosas reales se nos vedaban y se enmascaraban por la actual sociedad capitalista en la que nos hallábamos, dejándonos ver solo lo que las grandes marcas que manejan el mundo quieren. 
         El Sr. Gutiérrez,  no era muy dado a expresar sus opiniones y sentimientos, pero había encontrado en ese grupo a unas personas dispuestas a escucharle y eso parece que lo hacía más abierto y sincero, como si en su vida, siempre acostumbrado a dar órdenes y no recibir replica ninguna, le hubiera faltado llenar ese hueco que sentía de soledad y aislamiento. Escuchaba atento a los dos amigos y discernía muy superfluamente en algunos aspectos, pero siempre sin adentrarse en lo profundo del tema, pues la filosofía nunca le había llamado la atención y siempre la había considerado una rama para la gente con pocas ganas de trabajar, perder el tiempo y calentarse la cabeza de una manera poco productiva. Y ahora, a la vejez, se quedaba pensativo, tratando de explicarse a sí mismo que había de razón en la obra pesimista de Schopenhauer  o en las técnicas dialécticas de Sócrates.
        El Sr. González había trabajado en una librería y era un ávido lector. Casi  sexagenario, siempre había sido un hombre tímido y respetuoso. En su juventud, devoraba los libros en sus desplazamientos en tren por las tierras Castellanas que tanto amaba, compartiendo vivencias con Baroja y Azorín que eran sus autores españoles preferidos.
       Sobre filosofía, se sentía identificado con Nietzsche. Sabía que no era un Superhombre pero su vida, aunque solitaria y meditativa había sido lo que él quería y buscaba. No quería otra existencia ni envidiaba ninguna situación diferente a la que había llegado, deseaba El eterno retorno, por eso, si le dieran a elegir, volvería a vivir la misma que él consideraba perfecta y llena de interrogantes que día tras día intentaba descifrar. Cuando terminaba la tertulia de por las tardes, se despedían amigablemente y cada uno se dirigía a su habitación a terminar el día de la manera más positiva que podían y pensando el tema propuesto para la jornada próxima. 
      Tras cinco años en la pensión, el Sr. González se sentía como un estudiante  al iniciar la carrera universitaria con ansia de aprender y absorber toda la cultura que llenaba los huecos de su vida solitaria.
      En esas tardes de otoño en las que el sol  se siente benévolo y sale para recordar que está ahí y no se olvida de nosotros y las hojas de los arboles se deslizan suaves por las calles de la ciudad formando una alfombra de ocres anaranjados, el Sr. González divagaba sobre su vida. No se preocupaba mucho del futuro pues siempre había creído en el postulado de Horacio: “Coge la flor del día y no pienses en la del mañana”  y por eso disfrutaba del presente, que junto a sus compañeros de pensión, también almas solitarias como él habían encontrado un camino a seguir, una convivencia mutua que los ayudara a seguir buscando los entresijos de la vida y gozar de ese paisaje otoñal que tanto les gustaban disfrutar.

                                                                                                                 J.c. Llamas.

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