viernes, 22 de marzo de 2013

Confesión.


                          CONFESION

Carlos LL. soñó que se encontraba sentado en un duro banco de una iglesia romántica. Estaba sólo. El silencio era absoluto y las paredes negras y frías de robusta piedra le rodeaban produciéndole un desasosiego incontrolable. Sus ojos se posaron sobre el austero altar donde se encontraba un Cristo solitario clavado en una gran cruz de madera y su cuerpo parecía resplandecer con un color de carne ocre amarillento. Una corona de espinas en su frente y los ojos mirando al suelo con un largo cabello oscuro que estaba manchado con algunas gotas de roja sangre. De todo Él se desprendía un hálito de anheloso conformismo.
LL. sintió como un escalofrío y miró las cristaleras de la iglesia por las que apenas se filtraba la luz y sintió que una angustia se estaba apoderando de todo su ser. Volvió a mirar al Cristo y ya no estaba. Sólo permanecía la cruz. A su lado, casi invisible, alguien se sentó y LL. notó que le invadía un miedo indescriptible al verle sentado a su lado. Era Él y le sonreía tristemente. Estaba desnudo, sólo cubría sus partes íntimas con un trapo oscuro.
-¿A qué has venido hasta aquí? -le preguntó Carlos.
-Me pareció que buscabas compañía -respondió.
-Me gusta estar sólo.
-¿Por qué? -y su mirada se clavó en los ojos de LL.
-Estoy desengañado de los hombres.
-¿Has perdido la fe en mi padre?
-Yo nunca he creído en Yahvé o Jehová, como quiera que se llame. A mí me han enseñado tu vida, tus enseñanzas, tu muerte, tu resurrección. Pero hay algo en lo que no puedo creer.
-¿Qué es?
-Que un niño sea culpable por el sólo hecho de haber nacido. ¿Qué culpa me achacas a mí? Es lo que no puedo comprender.
Calló el Cristo, cruzó sus delgadas piernas y apoyó su cansada espalda en el respaldo del duro banco. Sus ojos se entristecieron aún más y quedamente habló:
-Nadie será condenado por toda la eternidad. ¿Para qué mi sacrificio?
Carlos le escuchaba con temor. De su corona de espinas, un hilillo de sangre mojaba su ancha frente y se limpiaba con su huesuda mano. Luego dijo:
-¿Qué tienes contra mí? -y su dulce mirada traspasaba a Carlos. Éste  se serenó.
-No puedo aceptar que tú pagues por culpas de otros. Ya no te necesitamos. En tu lugar tenemos otro “salvador” y los hombres serán felices sin ti.
-Y ese salvador, ¿quién es?
-Es el ordenador. Lo mismo que tus discípulos crearon tu iglesia, nosotros hemos creado otra, pero sin pecadores y sin perdón. No tendremos que acudir a ti para que nos des la felicidad en otra vida. La conseguiremos ahora, en la tierra. Ya no te necesitamos.
-Y ese ordenador, ¿qué os da?
-Lo que le pidamos. Basta coger el mando y elegir el menú. ¿Quieres música, espectáculos, aventuras, libros, viajes? Selecciona lo que te gusta y lo tendrás.
-¿Y tenéis también la tecla del amor al otro?
-Esa todavía no la tenemos, pero ya que lo dices la inventaremos sin falta.
El Cristo hablaba serenamente a LL. como si aceptara en su corazón sus argumentos. Luego le preguntó:
-¿No es caer un poco en manos de la tiranía? ¿No será ese ordenador el resultado de un hombre sin libertad?  Y eso, ¿para qué?
-La libertad es solamente para un número reducido. Las masas se angustian al sentirse responsables. En el ordenador se les dice lo que tienen que hacer y son felices al no pensar. ¿Para qué quieres que piensen? Sólo conseguirían su infelicidad. El ordenador resolverá sus inquietudes, sus angustias.
-¿Y qué va a ser de la historia del espíritu?
-¿A qué te refieres? ¿A la iglesia, a los místicos, a los filósofos, a los escritores dramáticos, a los poetas…? Se irán olvidando; ya se está consiguiendo. Los seres humanos actuales no quieren esas vaguedades, sólo quieren pan y circo. Los nuevos niños no conocerán el pecado, se sentirán seguros, sin complejos de Edipo y sin miedo al infierno. Consultarán el ordenador y éste les responderá: “serás feliz si me haces caso”.
 La historia se borrará o quedará para cuatro intelectuales trasnochados. Así, la humanidad nueva partirá de cero. El ordenador ocupará tu lugar, no para enseñar la verdad del espíritu, esa ya no la querrán, sino la verdad del espectáculo, de la distracción. Se hablará de ti publicitariamente.
-¿Y no se pensará en la muerte?
-Eso ahora mismo es inevitable, pero la medicina llegará a resolver ese problema. Se morirá sin sufrimiento y entonces nadie la temerá.
-Me hablas de un ser humano distinto del actual. Es un hombre dirigido como siempre, pero sin alma, sin esperanza en la resurrección y la vida eterna.
-Así es. ¿Te parece mal?
-Se destierra el complejo de Edipo, pero se creará el complejo del ordenador. Es algo que sucederá por la dependencia absoluta de la máquina. Sin libertad para elegir, sin sufrimiento, sin dudas, sin amor a los demás seres, quizás seamos más desgraciados. Hablas de diversión, no de felicidad ni de amor. ¿Tú crees que el ordenador te quitará esa tristeza que te acompaña siempre? Todo eso que me explicas, tú no lo sientes, no lo crees.
Carlos le miró profundamente, sintiendo que sus palabras le dolían y a la vez le aliviaban. El Cristo sonreía adivinando su tormento. Carlos  le dijo:
-Es cierto que siempre estoy triste, pero ya no me convences con tu muerte en la cruz. Yo estoy sólo, pero aunque el ordenador no me hace feliz, no quiero acudir a ti.
-La faz de Cristo cambió de semblante y se mostraba algo jovial. Los dos estaban frente a frente y la dulce mirada del crucificado penetraba en el corazón de LL. no pudiéndole mirar a los ojos.
-¿Creerías si mi madre, la Virgen, se te apareciera y te llamara hijo? ¿creerías entonces?
Carlos ya no podía respirar. Su alma estaba hendida de gozo. Quiso tocar al Cristo, asegurarse de que era un cuerpo físico y dirigió sus dedos hacia su costado. Entonces notó el vacío, y sus ojos dejaron de contemplarlo. Un aire gregoriano invadió la iglesia y por unos momentos,  Carlos no sabía si vivía o soñaba. Escuchó una voz femenina en lo alto que le decía:
-Hijo, soy tu madre. No sufras ya más.
Cuando LL. volvió a mirar al altar, la cruz tenía su Cristo que permanecía serio y mudo. Se levantó y tristemente salió a la calle. El corazón le latía descompasadamente y sintió unas ganas irrefrenables de llorar.

                                                                                                           Antonio Llamas.

                                                    Derechos de autor.


                                                                                                                     

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