lunes, 1 de abril de 2013

Serenidad y óbito

                            Serenidad y óbito
                                       
        Tendido en la cama, con la mirada perdida y extenuada, noté que ya no le quedaban fuerzas, que su tiempo se iba.
        Estaba tranquilo, sosegado, intuyendo que el final llegaba y su cuerpo descansaría en algún lugar, que después de tantos años no vislumbraba a vaticinar, pues sus creencias religiosas siempre habían dudado de la existencia de un ser superior que nos llevara a una vida eterna.
         Cuando entré en la habitación, sus ojos me siguieron lentamente y reposaron cuando encontré el sillón siempre incomodo que los hospitales suelen ofrecer.
         Yo estaba tranquilo y calmado, igual que él. Llevábamos una semana juntos día y noche, y nuestras almas se habían encontrado esos días para disfrutar de una intimidad que quizás la vida nos había negado, pero llegado el momento, la recibimos con sencillez y confianza.
        Le cogí la mano, como siempre hacía y pude sentir su piel suave pero con todo el relieve de sus venas que despuntaban a causa del tumor que lo había dejado enjuto y demacrado, pero con las fuerzas suficientes para sentir la mía y disfrutar de una caricia que sabes sincera y llena de amor. Le hablaba en susurros, lentamente, para que disfrutara con cada palabra, con cada gesto que yo intentaba que no produjera ningún efecto nocivo que perturbase su tranquilidad. Cuando le miraba a los ojos, veía reflejado a un hombre que había conseguido llegar a la paz interior, que se encontraba satisfecho con la vida que había tenido, pese a las adversidades que había sufrido. Yo lo sentía, podía sentirlo en su respirar sosegado, en sus labios, que desprendían una sonrisa que revelaba el amor que quizás no pudo demostrar  y hallando en ese gesto el camino de sentirse con los deberes hechos y poder partir con la tranquilidad esperada.
       Yo seguía hablándole, le recordaba nuestras experiencias juntos, le describía con todo detalle los paseos por los jardines del pueblo que a él tanto le gustaba recorrer, explorando cada rincón y arboleda. Nuestras charlas de pintura y literatura, destacando los autores clásicos que eran sus preferidos, sin olvidar la actualidad del momento que siempre llevaba al día.
        Seguía acariciándole. Mis dedos se paseaban por sus manos y disfrutaban del tacto de su piel fláccida y amarillenta que me transmitían serenidad y entereza.
        Fue muy bonito, un estremecimiento de esos que te deja que pensar y comprendes que hay instantes en nuestra existencia que pese a ser negativos podemos hallar en ellos algún aspecto que cambie nuestros sentimientos y nos deje un resquicio hacia una emoción positiva que engrandezca el momento y nos deje un recuerdo hermoso que perpetuar toda la vida. 
        Creo que para él también lo fue. Lo creí en el momento en el que sin 
soltarle las manos y acariciando sus sienes, sentí que, lentamente, su    pecho dejaba de moverse, sus manos no ejercían ya presión ninguna y su tez, blanca y relajada transmitía una paz y serenidad que siempre perdurará en mis recuerdos.  

                                                                                    J.C. Llamas.           

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